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Siempre sentí cierta simpatía con
Chile, una cercanía incluso traicionera y para algunos de muy mal gusto. Quizás
se debe a ese placer nada secreto que tengo por transgredir las convenciones
viciosas e idiotizantes, pero me inclino más por la idea de que el respeto y la
admiración son el combustible que me impulsa a no intoxicarme con la bandera
tricolor y mantener una posición neutra y analítica frente a lo que en mi país
resulta un tema de elevada trascendencia: La Guerra del Pacífico, tremenda
contradicción lingüística y somera ridiculez interminable, afianzada por la
politiquería barata y demagoga, el embrutecedor deporte rey, la comida de la
región y las odiosas comparaciones que siempre y para toda la vida nos
carcomerán por nuestro enano autoestima y todos nuestros complejos de país que
no es nación sino desintegración, discriminación y que no sabe cómo cuernos
manejar su pluralismo multisectorial.
¡Viva Chile, Mierda! saborea
apasionado el locutor de radio apenas termina la cuenta regresiva del Año
Nuevo. No han pasado ni diez segundos de comenzado el 2017 y entre los gritos
de euforia y celebración la presencia del patriotismo sureño es agobiante. El
Himno nacional se entremezcla con los fuegos artificiales que tiñen el cielo de
la Bahía de Valparaiso con los colores de su bandera.
El brindis termina, y aunque el
espectáculo pirotécnico no, por un momento intento aislarme para entender qué
es lo que en realidad se está festejando. Encuentro una diferencia abrumadora,
pero real, clarísima. Nunca pasé el Año Nuevo -del calendario Gregoriano- en
una latitud ajena al territorio donde el Perú ejerce su soberanía. No había
plata, pues… Como máximo Máncora y con presupuesto de mochilero, atún y macarrones
con queso, colchoneta y moto-taxi. Siempre la misma gente, los familiares cada
año más panzones y feos y antipáticos fingiendo entusiasmo, pero hartos de
seguir comiendo pavo en diciembre. O sino los mismos limeños grises,
monotemáticos, poseros, revienta cohetes y saca corchos.
Perú hace bulla, se aturde y
sigue para adelante, el 31 es igual al primero, diciembre empata con el mes
siguiente y ese enero, que antiguamente era representado por el Dios Jano y sus
dos caras apuntando en diferentes direcciones, parece perder su significado,
ese propósito astrológico que indica cambio, preclusión.
La reflexión no es tradición
peruana y el “New Year, new me” que leemos repetitivamente en Facebook (la
moderna extensión de nuestro cuerpo y mente) queda ahí donde nace, en el mismo,
rutinario, envidioso, ostentoso, hipócrita Facebook.
Perú hace bulla sin saber qué
cuernos es Perú, y es que cuando un compatriota celebra lo hace por sí mismo,
por sus logros del año que culmina y sus deseos (casi siempre materiales) del
año entrante, a lo más ese sentimiento de orgullo, satisfacción puede llegar a
extenderse a la familia, la relación amorosa y su equipo favorito de su deporte
favorito (fútbol en la mayoría de los mediocres casos), pero ahí muere el
payaso, se acaba la cadena dejando al descubierto el nulo sentido de pertenencia
que nos debería embargar. Perú hace bulla sin saber que uno mismo es Perú. Y se
bebe y se baila y se ríe y se traga en cantidades ingentes, insalubres, tóxicas
bajo la premisa de que si es nuestra comida bandera será buena para nosotros.
Mientras las notas saltarinas de
un himno tan marcial como alegrón se van disipando, vislumbro con cierta
envidia algo tan ajeno a nuestra realidad como imperiosamente necesario:
unidad, arraigo, patria, nación, y un orgullo desbordante que radica en los
logros (bastante mayores que los de cualquier país de la región), logros –dicho
sea de paso- menos banales que los laureles gastronómicos, logros como el
orden, la disciplina, el desarrollo social y la búsqueda constante de igualdad
y conquista de derechos.
Chile es un país golpeado tan
golpeado como cualquier otro del continente, un país que colapsó por las
diferencias ideológicas, la intolerancia y que aún lame sus heridas, pero que
ante ello decidió hermanarse a sabiendas de que si una rama se mantiene junto a
varias más su rompimiento se dificulta.
Quince regiones identificadas con
un mismo sentir, avanzando hacia la misma dirección, por la razón o por la
fuerza, esa última noche del dos mil dieciséis o primera madrugada del 17,
celebraron por un lado que son ya un mejor país que el que fueron el año
anterior y, por otro lado, llenos de optimismo brindaron tácitamente por
haberse presentado la oportunidad para seguir trabajando por su bandera.
Qué maravilla ha sido pasar estas
fechas en una latitud ajena a la propia y poder ser asolapado testigo de
realidades por replicar.
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